domingo, 28 de diciembre de 2014

La mejor de nuestras vidas

Para Ray Bradbury literatura y vida son sinónimos. Escribió que “Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya. Porque escribir facilita las recetas adecuadas de verdad, vida y realidad, que permiten comer, beber y digerir sin hiperventilarse y caer en la cama como un pez muerto”.

Y aunque llegó a afirmar que la ciencia ficción era tan sólo la tercera parte de su trabajo como escritor, sus Crónicas marcianas están entre las obras más entrañables del genero.


¿Y qué es la ciencia ficción para el autor de Fahrenheit 451?

“La historia entera de la humanidad consiste en solucionar problemas; la ciencia ficción devora ideas, las dirige y nos dice cómo sobrevivir. Una cosa acompaña a la otra. Sin la fantasía no hay realidad. Sin estudios sobre pérdidas no hay ganancias. Sin imaginación no hay voluntad. Sin sueños imposibles no hay posibles soluciones... toda ciencia ficción es un intento de resolver problemas mientras se finge mirar para otro lado. En otro lugar he descrito este proceso literario como el enfrentamiento de Perseo con la Medusa. Con los ojos en la imagen de Medusa reflejada en su escudo de bronce, mientras finge desviar la mirada, Perseo lanza el brazo por sobre el hombro y decapita al monstruo. Así la ciencia ficción simula futuros a fin de curar perros enfermos en los caminos de hoy. El tropo lo es todo. La metáfora es el remedio... Al parecer, pues, somos todos niños de ciencia ficción que soñamos nuevas formas de supervivencia...”

Investigando sobre aquellas obras de ciencia ficción en las que se abordara la homosexualidad, encontré la siguiente historia de Bradbury, merece mencionarse aunque no pertenezca al género mencionado.

¿Cuánto tiempo dura la felicidad? ¿Cuánto tiempo dura el amor? ¿Cuántas veces podemos amar? De todo ello y de la preocupación por el futuro trata "La mejor parte de la sabiduría", historia que aparece en Mucho después de medianoche, antología –publicada por Editorial Minotauro- que contiene 22 cuentos de Bradbury.


La habitación era como un hogar grande y caluroso, iluminada por un fuego invisible, cómoda... 
Despacio, el lugar se llenaba, se vaciaba y volvía a llenarse de música. Una sola lámpara de limón alumbraba en un rincón lejano, iluminando paredes pintadas de un veraniego color amarillo...
Entrando en la habitación sin hacer ruido, uno podría no advertir a los dos hombres, tan quietos estaban.
Uno recostado en el sofá blanco puro, con los ojos cerrados. El segundo acostado de manera que el regazo del otro le servía de almohada. También tenía los ojos cerrados, escuchando. La lluvia tocaba las ventanas...


Un anciano visita a su nieto, un joven de nombre Tom.

-Yo... –dijo el abuelo- he estado ante esa puerta durante cinco minutos...
-¿Cinco minutos? –gritaron los dos jóvenes, muy alarmados.
-...pensando si debía llamar. Oí la música, ves, y finalmente me dije, maldita sea, si hay una muchacha con él, puede arrojarla por la ventana a la lluvia o mostrar sus encantos al viejo. ¡Al diablo!, dije, y golpeé, y –tiró al suelo la maleta vieja y golpeada- no hay ninguna joven aquí, por lo que veo... o, por Dios, la has asfixiado en el armario, ¡eh!
-No hay ninguna joven, abuelo. –Tom dio una vuelta en círculo, extendiendo las manos para mostrar.
-Pero... –El abuelo miró el suelo pulido, los tapetes blancos, las flores brillantes, los atentos retratos de las paredes.- Entonces ¿te ha prestado la casa?


La manera en que la casa está decorada llama la atención del abuelo:

Pero el viejo, atónito, no hablaba, mirando uno a uno los cuadros de la pared.
-Un gran cuadro, ése.

-Los hizo Frank.
-Aquella es una magnífica lámpara.
-La hizo Frank.
-¿La alfombra que hay en el suelo...?
-Frank.
-Jesús –susurró el viejo-, es un maníaco del trabajo, ¿verdad?
En silencio anduvo arrastrando los pies por la habitación como quien visita una galería.
-Parece que sí –dijo-, el sitio está absolutamente repleto de talento artístico...


El anciano observa un retrato de Tom y es entonces que capta que no sólo eran amigos aquellos dos, Bradbury escribe:

-Frank Davis. ¿Ese eres tú, muchacho? ¿Tú hiciste este cuadro?
-Sí, señor –dijo Frank en la puerta.
-¿Hace cuánto tiempo?
-Hace tres años, creo. Sí, tres años.
El viejo asintió despacio, como si esa información completara el gran rompecabezas, un desconcierto continuo.


Es la muerte la responsable de aquella visita:

-Ah, Tom, Tom, ¡qué agradable verte! –dijo el abuelo-. Dublín te ha echado de menos estos cuatro años. Pero, diablos, me estoy muriendo. No, no me preguntes cómo ni por qué. El médico, maldito sea, tiene la información, y me la descerrajó entre ceja y ceja. Así que me dije, en vez de que los parientes suelten el dinero para venir a despedirse del viejo caballo, ¿por qué no haces tú mismo la gira de despedida y estrechas manos y empinas copas?...

Y en la madrugada la vida perturba al anciano:

A eso de las dos de la mañana, el viejo se despertó de repente.
Miró alrededor en la oscuridad, preguntándose donde estaba, y entonces vio las pinturas, las sillas tapizadas y la lámpara y las alfombras que Frank había hecho, y se incorporó. Cerró los puños. Entonces se levantó, se vistió y se tambaleó hacia la puerta como si temiera no poder llegar antes de que ocurriese algo terrible.
Al cerrarse la puerta Tom abrió los ojos de golpe.
En algún sitio, en la oscuridad, alguien llamaba y gritaba, desafiando los elementos, alguien gritaba blasfemias a voz en cuello, diciendo Dios y Jesús y Jesús y Dios, y finalmente hubo unos golpes, unos golpes frenéticos como si alguien estuviera pegando a una pared o a una persona.
Después de un rato largo el abuelo volvió a la habitación, empapado hasta los huesos.
Tambaleándose, mascullando, farfullando, el viejo se quitó la ropa húmeda delante del fuego sin fuego, luego tiró un periódico en los carbones, que ardieron brevemente mostrando un rostro que se relajaba pasando de la furia al aturdimiento. El viejo encontró y se puso la bata desechada de Tom. Tom mantuvo los ojos apretados mientras el viejo alargaba las manos hacia la menguante llama, chorreadas de sangre.
-Maldición, maldición, maldición. ¡Eso! –Se sirvió whisky y lo bebió de un trago. Parpadeando miró a Tom y las pinturas de la pared y de nuevo a Tom y las flores de los jarrones y entonces bebió de nuevo. Después de un rato largo, Tom fingió despertarse.
-Pasa de las dos. Necesitas descansar abuelo.
-Descansaré cuando haya terminado de beber. ¡Y de pensar!
-¿Pensar en qué, abuelo?


Y esa madrugada el joven y su abuelo deciden hablar de aquello que les inquieta:

-Abuelo –dijo Tom, por fin, casi como un niño que se acerca a buscar el castigo o el perdón por un pecado todavía no identificado-, ¿te preocupo?
-No. –Entonces el viejo agregó:- Pero ¿qué hará la vida contigo, cómo te tratará, bien o mal... de noche, tarde, me siento en la cama pensando en eso.
El viejo se sentó. El joven lo miraba con ojos muy abiertos y entonces, como si le leyera los pensamientos, dijo: -Abuelo, soy feliz.
-¿De veras lo eres, muchacho?
-Nunca en mi vida había sido tan feliz.
-¿Sí? –A través del aire oscuro de la habitación, el viejo miró aquella cara joven.- Ya lo veo. Pero ¿continuarás siendo feliz para siempre, Tom?
-¿Acaso alguien continúa siendo feliz para siempre, abuelo? Nada dura tanto, ¿verdad?
-¡Cállate! ¡Tu abuela y yo, eso sí que duró!
-No. No fue siempre lo mismo, ¿verdad? Los primeros años fueron una cosa, los últimos años otra.
El viejo se puso una mano sobre la boca y luego se masajeó la cara, cerrando los ojos.
-Dios, sí, tienes razón. Hay dos, no, tres, no, cuatro vidas, para cada uno de nosotros. Ninguna de ellas dura, es cierto. Pero pensar en ellas, sí. Y de las cuatro o cinco o una docena de vidas que vives, una es especial. Recuerdo que una vez...
La voz del viejo se entrecortó.
-¿Una vez, abuelo? –dijo el joven.


A continuación el abuelo narra una de sus vidas, la mejor, la que recuerda con mayor emoción, ¡y no es con la abuela!

Una vez que narra todo aquello:

El viejo se quedó callado. Después de un rato, agregó:
-La parte mejor de la sabiduría, dicen, es la que se calla. No diré más. Ni siquiera sé por qué he dicho todo esto.
Tom estaba acostado en la oscuridad. –Yo lo sé.
-¿De veras, muchacho? –preguntó el viejo-. Bueno, dímelo. Algún día.
-Algún día –dijo Tom-. Algún día te lo diré.
Escucharon como la lluvia tocaba las ventanas.
-¿Eres feliz, Tom?
-Ya me lo preguntaste antes.
-Te lo pregunto de nuevo. ¿Eres feliz?
-Sí.
Silencio.
-¿Es verano en la orilla, Tom? ¿Son los siete días mágicos? ¿Estás borracho?
Tom no respondió durante un largo rato, y entonces lo único que llegó a decir fue “abuelo” y asintió una vez con la cabeza.
El viejo estaba sentado en la silla. Podría haber dicho, eso pasará. Podría haber dicho, no durará. Podría haber dicho muchas cosas. Pero lo que dijo fue: -¿Tom?
-¿Señor?
-¡Cristo! –gritó el viejo de repente-. ¡Cristo, Dios Todopoderoso! ¡Maldita sea! -Entonces el viejo calló y su respiración se calmó.- Eso. Es una noche de locos. Tenía que soltar un último grito. No tenía más remedio, muchacho.
Y por fin durmieron, mientras la lluvia caía rápidamente.

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